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miércoles, 22 de septiembre de 2010

Decepción.

Cuando se sentó a mí lado, sus manos temblaban nerviosas. Los ojos le brillaban culpables, colmados de lágrimas que amenazaban con rebalsar de su mirada en cualquier instante. Mi mirada en cambio, exploraba fijamente el piso, no quería contemplar sus ojos, temía sobre lo que sus pupilas aún sin hablar me pudieran revelar.
Un suspiro salió con violencia de mi boca, aunque más que suspiro, fue un resoplido, una queja. Una protesta anticipada a lo que venia. Sin conocer las palabras que contenían esos labios, yo sabía exactamente lo que iba a escuchar. Sin más preámbulos, lo dejó escapar.
-Perdón, dijo.
Continué examinando el piso por un par de segundos más. Luego, cerré los ojos como un acto reflejo, envuelta en una mezcla de emociones. Una sarcástica sonrisa fingió dibujarse en mi rostro. El haber adivinado su mísero discurso no me hacía sentir mejor. Hubiese preferido equivocarme, pero no. ¡Es tan predecible la gente! Eso agravó aún más mi disgusto. Era una mezcla extraña de enojo y tristeza, ¿Era eso? no, era otra cosa. Después de estudiar mi inesperada reacción, continuó hablando:
-Sabes que nunca haría nada con la intención de lastimarte, fue un error. De verdad, lo siento.
Al cabo de unos minutos de más arrepentimientos y disculpas, ya no lo escuchaba. Mi cerebro habia decidido ignorarlo y procesar la información que estaba recibiendo, junto a los hechos acontecidos la noche anterior. Todo encajaba a la perfección.
Un golpe en la nuca, así lo sentí. Esa invasiva sensación de comprender que una vez más debia afrontar el doloroso trago de la traición. ¿Cómo puede molestarme algo a lo que estoy totalmente acostumbrada? ¿Cómo puede sorprenderme un acto tan evidente? Anticipadamente, aún antes de conocer a una persona puedo presentir que este va a ser inevitablemente el absurdo final al que voy a tener que resignar.
Tantas cosas: ideas, pensamientos, dudas, respuestas y enojos. Todas ellas se enlazaban entre sí, impidiendo manifestar palabra alguna. Su mano sobre mi mejilla interrumpió el caos de mi cabeza. De forma automática, aparté con brusquedad ese vulgar roce en mi rostro. Sentí náuseas, percibir el tacto de esa actuada caricia, tan falsa como sus palabras, produjo un rechazo en mi cuerpo.
Respiré hondo, cuando al fin me supe estable. Levanté la vista y la clavé en sus ojos. Sin poder evitarlo, me hundí unos instantes en ese par de falsos diamantes negros inundados de llanto. Ese fugaz naufragio, me permitió esclarecer las ideas. Sin dejar de observarlo le dije:
-Este efímero momento me mostró que la decepción puede ser material y tangible. Lo lograste, me está aplastando. ¿Qué color tiene? El de tu mirada, ¿Qué sabor? El de tus palabras ¿Qué precio? Mi confianza, ¿Estas dispuesto a pagarlo?
No respondió. Sin más sonidos que el silencio, se levantó y se echo a correr.
Desde aquel día, no volví a saber de él.


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